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lunes, julio 30, 2007 |
ZAPATOS
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 Qué difícil es estar en los zapatos del otro, con sus marcas a medida que no encajan. Incluso los zapatos nuevos, o sea los zapatos de nadie, son de otro hasta que el pie los hace propios a fuerza de roce y fuerza bruta. Es una especie de lucha muda: el pie empuja el zapato en todas direcciones, el zapato se pone firme y provoca ampollas, callos, dolores. Si es necesario se pasa al plan B: algodón mojado y lo que haga falta para doblegar de una vez al enemigo. Dos o tres o cuatro días y ya está, el cuero se moldea a nuestra forma y ahí sí podemos pisar fuerte y con paso propio. Pero antes, no. Y qué terrible es andar por la vida con paso suavecito, como con miedo y rengueando. Cuando siento que tengo que probarme en otro rol, ser un poquito otra, me compro zapatos nuevos. Me los pongo y me siento en los zapatos de ese otro, esa otra que quiero ser. Lógicamente, estoy un poco incómoda. Trato de convencerme de que me quedan bien, de que nos vamos a moldear mutuamente, de que esa otra voy a ser yo y yo esa otra. De que la personalidad no es más dura que el cuero. Mis zapatos se destruyen pronto: los marco, los deformo, los destiño y los arruino. Para consolarme, pienso en las doce princesas bailarinas del cuento tradicional, que todas las mañanas tiraban sus zapatitos destrozados de bailar y bailar. El problema es que mis distintos roles tampoco duran mucho. No puedo desempeñarlos sin el calzado correcto. Y a la hora de la verdad, lo único que queda en el ropero son mis viejas botas de campamento.
Marcela Basch |
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posteado por La mujer de mi vida a 2:55 p. m. |

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jueves, julio 26, 2007 |
BAR
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 Discépolo inmortalizó a los cafetines porteños con una de las letras quizás más representativas de nuestra sociedad, aunque vendría bien una aclaración: un cafetín o café es, además, un bar. Ni una confitería ni una casa de té. Cuando fue escrita la canción, no hacía falta aclarar eso, pero hoy sí: la variedad y cantidad de bares ha hecho que se pierda esa esencia que los porteños le impregnamos a estos templos del feca cuando levantamos la mano y hacemos una C invertida con el pulgar y el índice. Si bien hay bares para todos los gustos, algunos sólo sirven de noche. Esos bares complicados en diseño, con paredes prolijamente pintadas en tonos pasteles, son tan ajenos a nosotros como nosotros a ellos. Nada común y corriente invade la vista. Si un cuadro decora, seguramente serán nuevas tendencias con un spot de luz. Por ejemplo, en la calle Ayacucho, hay un bar totalmente iluminado de azul profundo, y tomar una cerveza ahí da sensación de ahogo porque parece que uno se sentó a la barra de una pecera, con tanta luz difusa y esa atmósfera “fondo del mar”. Pero a esos bares nadie vuelve. Al menos, no a escribir una carta de amor, o a reencontrarse con un amigo. Son los otros bares, los que algunas personas osan llamar viejos, los que tienen fotos de amigos en las paredes, un póster de La Máquina o de Dieguito, un pibe todavía. Los que mantienen los precios honestos, donde ponemos el corazón sobre la mesa entre el cenicero y el vasito de agua de la canilla. Esos bares se parecen a nosotros. Hay mugre bajo las cosas olvidadas, hay agujeros de bala en las ventanas, hay deudas. Una mancha de humedad en el techo, y en la barra mil historias, y vicios. Malas costumbres. Amigos. Y una esperanza que llena el aire cuando se abre la vaivén. La mujer de mi vida le pregunta al mozo por el baño, y los parroquianos se dan vuelta dos veces: una para verla entrar, y otra para verla salir.
Nahuel Coca |
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posteado por La mujer de mi vida a 4:02 p. m. |

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miércoles, julio 25, 2007 |
ALEJANDRA
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 Me enamoré de Alejandra cuando tenía quince años. No era la primera vez que me enamoraba, ni siquiera la primera vez que lo hacía de un personaje literario (Mariana, la amada de Sandokán, ocupa ese lugar), pero sí fue un personaje que me persiguió como un fantasma durante años. No sé si ella fue la causa o el efecto, pero por esos años (y muchos años después) me gustaron siempre las chicas que se parecían a Alejandra: chicas con problemas, en crisis, con padres jodidos, con los afectos cruzados. Debo reconocer que mi memoria no es muy buena. Así que no me pregunten de qué se trataba una novela leída el año pasado. Sin embargo, recuerdo como si hubiera vivido (la auténtica manera "vívida") cada detalle de la historia de Alejandra y Martín, esos adolescentes sufridos que poblaban gran parte de Sobre héroes y tumbas. Los veo mirando el puerto, o sentados en el Parque Lezama y están conmigo cada vez que observo el río o camino por Brasil hacia la avenida Paseo Colón. Creo que puedo percibir, como hace más de veinte años, el temblor de Alejandra cuando guiaba a Martín en la oscuridad y él tomado de su cintura le decía "esto es muy bueno para ciegos". Podría criticar durante diez páginas la prosa y la narrativa de Sábato. Al fin y al cabo, ése es mi trabajo. Incluso se podría decir que sus personajes son versiones degradadas de los héroes y heroínas que pueblan las novelas de Dostoievsky (cómo olvidarse de Nastasia Filíppovna o de Sonia). Pero Alejandra es un personaje que desborda los méritos literarios de Sobre héroes y tumbas: sigue estando con nosotros cuando cerramos el libro. Pasan los años, se suceden los libros, incluso libros mejores o más importantes en mi vida, pero Alejandra reaparece -bella y trágica- en los momentos más inesperados. Hoy, por ejemplo.
Sergio Olguín |
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posteado por La mujer de mi vida a 2:41 p. m. |

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