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jueves, julio 26, 2007
BAR
 

Discépolo inmortalizó a los cafetines porteños con una de las letras quizás más representativas de nuestra sociedad, aunque vendría bien una aclaración: un cafetín o café es, además, un bar. Ni una confitería ni una casa de té.
Cuando fue escrita la canción, no hacía falta aclarar eso, pero hoy sí: la variedad y cantidad de bares ha hecho que se pierda esa esencia que los porteños le impregnamos a estos templos del feca cuando levantamos la mano y hacemos una C invertida con el pulgar y el índice.
Si bien hay bares para todos los gustos, algunos sólo sirven de noche. Esos bares complicados en diseño, con paredes prolijamente pintadas en tonos pasteles, son tan ajenos a nosotros como nosotros a ellos. Nada común y corriente invade la vista. Si un cuadro decora, seguramente serán nuevas tendencias con un spot de luz. Por ejemplo, en la calle Ayacucho, hay un bar totalmente iluminado de azul profundo, y tomar una cerveza ahí da sensación de ahogo porque parece que uno se sentó a la barra de una pecera, con tanta luz difusa y esa atmósfera “fondo del mar”.
Pero a esos bares nadie vuelve. Al menos, no a escribir una carta de amor, o a reencontrarse con un amigo. Son los otros bares, los que algunas personas osan llamar viejos, los que tienen fotos de amigos en las paredes, un póster de La Máquina o de Dieguito, un pibe todavía. Los que mantienen los precios honestos, donde ponemos el corazón sobre la mesa entre el cenicero y el vasito de agua de la canilla. Esos bares se parecen a nosotros. Hay mugre bajo las cosas olvidadas, hay agujeros de bala en las ventanas, hay deudas. Una mancha de humedad en el techo, y en la barra mil historias, y vicios. Malas costumbres. Amigos. Y una esperanza que llena el aire cuando se abre la vaivén. La mujer de mi vida le pregunta al mozo por el baño, y los parroquianos se dan vuelta dos veces: una para verla entrar, y otra para verla salir.

Nahuel Coca
 
posteado por La mujer de mi vida a 4:02 p. m.
 
 
1 Comentario(s):
Anonymous Anónimo dijo...
No quiero ponerme nostalgioso. Imagínese la invitación a la evocación que propone encontrarse con Discepolo, los viejos y queridos bares porteños, y la imágen de la mujer de mi vida sentada a una de sus mesas. Sin embargo, la nostalgia, que es tenáz, siempre encuentra la grieta para colarse en la voluntad del parroquiano. Aquello de poner el corazón entre el cenicero y el vasito de agua de la canilla ya no es posible; y allí está la grieta, el tajo en la costumbre que ha provocado una ley que llama a los bares "establecimientos gastronómicos", y que ha dejado al corazón a solas con un vaso de agua. Ni siquiera eso, porque desde la ley antitabaco he dejado de ir a mis bares.

Un abrazo al borde del llanto

Ariel

9:09 a. m. 
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